Hombrevida es, sin duda, mi libro preferido. Es ese que elegiría para leer una y otra vez, y —sin contar el Evangelio— el que más desearía poder encarnar. Porque su protagonista, Innocent Smith, vive del asombro. Y en su modo un poco loco, un poco santo, te enseña a gozar verdaderamente la vida.
Cada vez que lo leo, algo en mí se despierta. Como si Chesterton me recordara que lo que busco no está lejos, que el milagro no es un acontecimiento extraordinario, sino el simple hecho de existir.
“Todo es demasiado hermoso, pero nadie parece darse cuenta”, dice Smith. Y entonces entiendo que el problema no es que el mundo haya perdido su brillo, sino que nosotros, a veces, dejamos de mirarlo con ojos nuevos.
El milagro escondido en lo común
A veces olvidamos que lo que llamamos “normal” es, en realidad, una sucesión de milagros. Respirar, abrir una ventana, escuchar una voz querida: todo eso podría no existir, y sin embargo existe. Smith lo sabe. Por eso repite: “He vuelto a casa muchas veces, y cada vez fue como regresar de la muerte.”
Esa frase encierra una verdad honda: cada retorno es una gracia. Volver a casa no es solo cruzar una puerta, sino ser recibido de nuevo.
Cada vez que la vida nos da otra oportunidad, algo en nosotros renace. Y en ese renacer silencioso —tan propio de lo cotidiano— se esconde el pulso mismo de la fe: la certeza de que lo ordinario también puede ser lugar de resurrección.
Chesterton nos invita a mirar el mundo como quien lo ve por primera vez. A reconocer, en medio del ruido, la voz silenciosa de Dios que sigue diciendo “mira que es bueno”.
Tal vez no se trate de hacer grandes cosas, sino de aprender a mirar las pequeñas con gratitud.
Extrañamiento, filosofía y corazón
El concepto de "extrañamiento” —que algunos filósofos usan para nombrar la experiencia de sentirse como ajeno ante lo habitual— me parece muy cercano a lo que enseña Hombrevida.
Ese alejarse de la costumbre, de la transparencia de lo cotidiano, para verlo como si fuera la primera vez: ese cristal quebrado de la rutina se hace luz.
Ese extrañamiento que desorganiza es uno de los caminos más fecundos para recuperar el asombro. Porque si todo ya fuese plenamente familiar, ya no habría nada nuevo a lo que responder, nada que despierte admiración, nada que llame a la adoración.
Así, Hombrevida no solo nos invita a admirar lo que ya conocemos, sino a dejarnos interpelar por lo desconocido: una mirada, una herida, una belleza imprevista. Eso limpia los ojos del alma.
La infancia del alma
Jesús dijo: “Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino.” No porque los niños sean perfectos, sino porque confían. Porque viven sin miedo a recibir, sin vergüenza de alegrarse.
En Hombrevida, Smith parece vivir en esa infancia espiritual. Se asombra de poder abrir una puerta, de que el pan se parta, de que haya alguien esperándolo.
“He venido a renovar las cosas. A recordarles que una ventana es algo milagroso, que poder abrir una puerta es un privilegio.”
Y uno se queda pensando cuánto necesitamos esa renovación interior. Cuánto bien nos haría redescubrir lo simple, volver a emocionarnos con lo que creíamos rutinario. El alma se endurece cuando deja de maravillarse. Se vuelve adulta en el peor sentido: autosuficiente, incrédula, gris.
La infancia del alma no es ingenuidad: es fe. Es mirar la vida sabiendo que no nos la debemos, y por eso agradecerla.
El amor que no se acostumbra
Entre tantas escenas luminosas del libro, hay una que siempre me conmueve: la relación de Innocent con su esposa, Mary.
En su modo un poco torpe y exagerado, Smith no deja nunca que la rutina apague la ternura. “He pedido su mano muchas veces,” confiesa, “porque me gusta que diga que sí.”
Esa frase sencilla es casi una declaración de fe. Amar es volver a elegir. Es mantener vivo el asombro de estar con el otro, sin darlo por hecho. Smith ama como quien reza: con gratitud y sorpresa. Y ahí está su secreto.
El amor no se sostiene solo con costumbre, sino con memoria: la memoria del don que el otro es. Cada día puede ser el primero, si el corazón se mantiene abierto a esa novedad.
Abandonarse
Hay una libertad que solo llega cuando soltamos el control. Cuando dejamos de sostenerlo todo y nos animamos a ser sostenidos.
Smith, en su locura luminosa, lo dice así: “He descubierto que las cosas son más seguras cuando se las suelta que cuando se las aprieta.”
Qué imagen tan simple y tan cierta. Lo que intento retener se me escapa entre los dedos. Lo que entrego, permanece.
El abandono en Dios es eso: confiar en que su amor no falla, aunque no entienda el camino. Es descansar en que la historia tiene sentido, aunque no lo vea todavía. Es poder decir, en medio del vértigo: “Yo también quiero vivir así, ligero, confiado, libre.”
La aventura de lo simple
Hay una frase de Hombrevida que podría ser lema de todo el libro: “La aventura más grande es quedarse en casa.”
Qué paradoja tan bella. No hace falta irse lejos para vivir una aventura. El hogar, la rutina, los días que parecen iguales, pueden ser el lugar donde Dios se nos revela.
Smith enseña que lo extraordinario no está afuera, sino adentro: en el modo en que miramos. El mundo no necesita ser cambiado; necesita ser redescubierto. La santidad no se busca en lo espectacular, sino en el modo en que amamos lo cotidiano.
Mirar de nuevo el sol
Casi al final del libro, Smith dice: “He venido a enseñarles a mirar de nuevo el sol.” Esa frase podría resumir todo el Evangelio. Volver a mirar el sol. Volver a mirar la vida. Volver a mirar a Dios con ojos nuevos.
A veces no hace falta que cambie nada afuera. Solo hace falta volver a despertar por dentro. Volver a agradecer. Volver a creer.
Para terminar
Hombrevida es un recordatorio suave y potente a la vez: que el mundo sigue siendo un milagro, que la fe empieza cuando dejamos que algo nos asombre, que el extrañamiento —esa maravilla de sentirse ajeno ante lo habitual— puede ser semilla de contemplación, de escucha, de oración, y que la infancia espiritual no se pierde con los años, sino con el desencanto.
Tal vez hoy sea buen momento para pedirle a Dios eso: que nos devuelva la mirada limpia, el corazón sencillo, y la alegría de quien se sabe sostenido.
Y entonces, cuando volvamos a mirar el sol, descubriremos que todo estaba ahí, esperando ser visto otra vez.