"Niños, no aniñados"
¿Cómo deben ser la inocencia y la madurez de quienes entrarán al Reino de los Cielos?
Cada 1 de octubre celebramos a Santa Teresita del Niño Jesús, esa joven carmelita que, con apenas 24 años, dejó a la Iglesia un testimonio inmenso: el caminito de la infancia espiritual.
Ella comprendió como pocos lo que Jesús enseñó en el Evangelio: “Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los cielos” (cf. Mt 18,3).
Pero aquí aparece una pregunta que me hago con frecuencia y que también te propongo: ¿qué significa ser como niños? ¿Es volvernos ingenuos, quedarnos en la inmadurez, vivir una fe superficial? Claramente no. Jesús no nos pide ser aniñados, sino niños. Es muy distinto.
¿Qué implica, entonces?
Un niño tiene algo que nosotros adultos vamos perdiendo: la confianza. El niño se lanza a los brazos de su madre o de su padre sin miedo a caer. Se fía. Cree que será sostenido.
Eso es lo que Santa Teresita llama abandono confiado: la capacidad de poner la vida en manos de Dios sin reservas, sin cálculos, sin complicaciones.
En cambio, ser aniñado es otra cosa: es refugiarse en una fe inmadura que evita responsabilidades, que busca excusas, que se queda en rezos vacíos o devociones sin compromiso real.
A veces en la Iglesia vemos cristianos que confunden la inocencia con el infantilismo. Y no es lo mismo.
La verdadera infancia espiritual es un camino de madurez
Implica ser sencillos de corazón, pero también valientes para cargar con las cruces diarias. Significa confiar como niños, pero obrar como adultos en la fe.
Santa Teresita lo decía con claridad: “No es grandeza hacer cosas grandes, sino reconocer mi pequeñez y esperar todo del buen Dios”.
Esa humildad radical es lo que abre la puerta al Reino.
Enseñar a los niños, a los jóvenes y a los adultos a vivir esta inocencia confiada es uno de los desafíos más bellos de nuestra misión como cristianos. Educar en la fe no es crear personas “aniñadas”, incapaces de dar razón de lo que creen.
Es, más bien, ayudar a formar corazones confiados en Dios y, al mismo tiempo, maduros para afrontar la vida.
Pidamos hoy a Santa Teresita que nos enseñe a caminar en este equilibrio: inocencia sin ingenuidad, sencillez sin superficialidad, madurez sin perder la confianza de un niño en los brazos de su Padre.