¿Cómo esperar bien cuando ya no hay ánimos? La clave para el corazón fatigado
Una carta en el camino a la Navidad
Quisiera escribirte en este tramo del Adviento que no es ni el inicio ni la meta, sino el camino. No es todavía Navidad, pero ya se percibe su cercanía. Estamos en la tercera semana, cuando la liturgia nos regala una palabra que parece sencilla y, sin embargo, es profundamente exigente: alegría.
No una alegría superficial, sino esa de la que hablaba san Pablo: «Alégrense siempre en el Señor». No porque todo esté resuelto, sino porque Dios está cerca.
Esta no es una carta de Navidad. Es una carta hacia la Navidad. Escrita mientras caminamos, mientras ordenamos el corazón, mientras aprendemos a esperar sin desesperarnos.
La alegría no es evasión
La alegría cristiana no consiste en cerrar los ojos a la realidad. No es negar el cansancio, las preocupaciones o las preguntas que llevamos dentro.
Romano Guardini decía que la fe no nos libra de la vida, sino que nos enseña a vivirla. Y en este punto del Adviento, esa afirmación se vuelve especialmente verdadera.
Hay días en los que la alegría parece lejana. Sin embargo, la tercera semana nos recuerda que la alegría no nace de la ausencia de problemas, sino de una Presencia.
Como escribió san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». La inquietud no desaparece, pero encuentra dirección.
Alegrarse, entonces, no es evadir la realidad, sino mirarla con esperanza.
Preparar la Navidad es preparar el corazón
A menudo pensamos que preparar la Navidad es hacer más: más encuentros, más actividades, más compromisos.
Pero el Adviento nos invita a algo distinto: hacer espacio. Espacio para Dios. Espacio para el otro. Espacio para lo esencial.
Antoine de Saint-Exupéry, en El Principito, escribió: «Lo esencial es invisible a los ojos». Y tal vez por eso el Adviento insiste tanto en el silencio, en la espera, en la conversión interior. Porque solo quien se detiene puede reconocer lo que realmente importa.
Esta semana es una oportunidad para preguntarnos con verdad: «¿Desde dónde estoy viviendo este tiempo?», «¿desde la prisa o desde la confianza?», «¿Desde la obligación o desde el deseo?».
La espera que educa el alma
Esperar no es perder el tiempo. Esperar es aprender a desear bien.
Charles Péguy hablaba de la esperanza como la virtud pequeña que camina entre la fe y la caridad, pero que las sostiene a ambas.
En el Adviento, esa esperanza se vuelve concreta: esperamos a Alguien, no a algo.
San Juan de la Cruz nos recuerda que «al atardecer de la vida seremos examinados en el amor». No en la eficiencia, no en los resultados, no en la cantidad de cosas hechas. La tercera semana del Adviento nos educa en esa lógica del amor que sabe esperar sin exigir, que confía sin controlar.
Una alegría que se comparte
El papa Francisco insistió muchas veces en que «la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús». Esa alegría no se guarda; se contagia. Pero solo se comparte lo que primero se ha acogido.
Tal vez esta semana el Señor nos esté pidiendo algo muy sencillo y muy profundo: dejarlo entrar. No cuando todo esté perfecto, sino ahora. Como estamos. Con lo que somos. Con lo que llevamos.
Navidad no será la recompensa por haber hecho todo bien, sino el regalo inmerecido de un Dios que vuelve a nacer en nuestra fragilidad.
Oración final
Señor,
en este camino hacia la Navidad,
enséñame a esperar sin cansarme,
a alegrarme sin superficialidad,
a preparar el corazón más que las cosas.
Que en medio de mis tareas y preocupaciones
no pierda de vista lo esencial.
Hazme testigo de una alegría humilde y verdadera,
de esas que nacen cuando descubrimos
que Tú ya estás cerca.
Amén.



